1. Entre este libro y este autor median, salvada mi intrusión espacial momentánea, cuatro años de creación, sazonados por cinco premios, que avalan la excelente salud de la criatura.
Antes de arrancar, permítaseme agradecer al autor la gentileza de invitarme a presentar la obra en el preciso, a más de precioso, lugar donde debió gestarse en origen, con sus mujeres —las mujeres de Nicanor, que aparecen en la dedicatoria—oficiando de testigos; el selecto auditorio presente y, acaso, con algún Plácido, un Marcial Rosales, una Amalia, o el descendiente anónimo de un tatarabuelo germelino, camuflado entre el público; todo lo cual, os aseguro, no deja de producir una ligera intimidación.
Mi gratitud viene determinada, no sólo por lo que supuso el gozo literario de profundizar en la obra y convertirme pasajeramente en un nicanorista empedernido, sino por cuanto he aprendido, a la hora de documentarme sobre un tramo histórico crónicamente opacado en los Programas de Bachillerato de mi ciclo escolar, en el cual jamás pasábamos de la Guerra de la Independencia.
2. Respecto a lo que podríamos denominar Geometría de la obra, digamos, de principio, que el entramado de historias que enhebra los nueve capítulos de V.G. discurre en los “tiempos revueltos” de las Guerras Carlistas y de la Guerra y postguerra Civil. ¿El lugar? Inubicuo o, en todo caso, compartido a partes iguales entre Azuaga, Plasencia y Guadalupe.
Añadamos que el topónimo Germelina se inserta en la ya larga serie de Bredas, Muranias, Máginas y Ciconias de precedentes y consagradas glorias literarias de la alta Extremadura, deudoras, a su vez, de las Vetustas, Comalas, Macondos, Santa-Marías y la impronunciable Yoknapatawpha de Faulkner. Un punto, sin embargo, a favor de Germelina: su eufonía de carillón, que convierte el título en musical reclamo.
El libro viene estructurado en dos partes: una…, por azares de impresión, “tetralogía” de Mujeres fuertes —de manifiesto trasfondo bíblico—, que en realidad es trilogía, seguida de cinco Milagros, y un epílogo, que, al igual que la supuesta tetralogía, tampoco responde al epílogo clásico, puesto que viene apostillado por un postrer Milagro. Argucias de este cariz, juguetonas con el lector y revestidas de un formato u otro a lo largo de la obra, constituyen, a mi parecer, un divertimento, una faena torera muy del gusto del autor.
Un pulso narrativo cinematográfico aguanta el riesgo de la discontinuidad entre ambas partes. A un plano de las Mujeres suele corresponder un contraplano en los Milagros, logrando, mediante esta fórmula, dotar a la obra de una sólida tridimensionalidad.
3. Rasgos.
Nicanor Gil —Nica para quienes nos honramos con su amistad— apunta maneras de buen escritor. Por imposición del tiempo, destaco sólo, entre otros posibles, tres rasgos, que ilustran su línea creativa:
3.1. De los trópicos y subtrópicos latinos recala en Villa Germelina, de manos de Nicanor, un realismo mágico versión cimarrona, cantonal, villuercana, si me apuran, acomodando la definición de Elisabeta Gracci —realismo mágico = onírica + taumaturgia, + dos gotitas de paranoia— al solar de Villa Germelina? Para ilustrar a los lectores neófitos, un puñado de ejemplos, al azar:
— una Charca que vomita galeras genovesas, devuelve soldados “filipinos”, como la ballena de Jonás —nuevo préstamo bíblico—,o se traga hombres desechos —de deshacer, de desechar— por el amor, …
— la estampa, más que lúgubre, de mustia languidez existencial, de la anciana partera Máxima, esperando, escrupulosamente amortajada, a la Muerte cada 30 de septiembre, fiesta de San Jerónimo; cuadro que evoca con la plasticidad tridimensional mencionada, si bien en clave singular, el —éste sí, macabro— bazar de ataúdes en San Andrés de Teixido, el 8 del mismo mes.
— el siniestro doblar de las campanas de la Villa, presagiando el maleficio de una muerte anunciada,
— e innumerables más: la lluvia de vino en el Milagro homónimo; o, anclados al Milagro de don Cipriano, la bandada de estorninos, híbridos parientes de los que rondaban sin cesar a José en la Balsa de Saramago o de aquellos homicidas de Hitchcock.
Pero, entre las enumeradas y similares metáforas, se cuela, milagro arriba, milagro abajo, la sonrisa sardónica del autor. Lejos de la zozobra dramática de “Los pájaros”, revierto a Hitchcock, o de la prosopopeya de los prodigios canónicos, los Milagros de Nicanor operan en un registro iconoclasta, callejeril y agrario, mucho más emparentado que con los antedichos prototipos, a mi juicio, con la dionisíaca milagrería latina de un Gauchito Gil argentino —Gil, como Nicanor—, asaltante de caminos antaño, hoy elevado a los altares por aclamación popular. El barrido fílmico de los ciento cincuenta mil devotos desbordando su santuario cada 8 de Enero bien podría haberse extraído de un episodio de Villa Germelina.
El manejo narrativo que imprime Nicanor a los milagros no remite a apocalipsis, sino a carnaval. Lo cual no equivale a decir que por el fondo de la charca Tragahombres, como por el burdel de Micaela-Judit-Magdalena (triple mujer en una sola; todas lo son), así como por la calle de la Amargura, o la taberna del Chato no desfile, trascendiendo las coordenadas geográficas de la villa, el grueso de la especie humana, con sus luces y sus sombras, como si retratara los relieves historiados de un retablo del maestro Rodrigo Alemán, un espécimen tan socarrón y sinvergüenza —dejémoslo en transgresor a secas— como el propio Nica.
3.2. El humor. En los relatos de Nica, ya lo he apuntado, no opera lo medroso, o, por mejor decir, lo misterioso viene profanado por un subliminal sentido del vacile, convirtiendo algunos de los pasajes más “gore”, en una suerte de esperpéntica danza de la muerte, extraída de un capitel tardomedieval. Lo llamaremos afilada ironía, un rasgo que fluye por las páginas de la Villa, a tramos irreverente y, en alguna instancia, hasta gamberro y carpetovetónico (la capadura del legionario, “a tornillo” como los besos, o la bronca de los chiquillos, Frailón y Moro, abruptamente zanjada por el castigo clerical de don Cipriano, lastrándoles las manos en cruz con la Summa Theologica, sirven de ejemplos). En algún pasaje, Nicanor roza la truculencia, muy en consonancia con el gusto hispano por lo hiperbólico, rescatando al Buñuel blasfemo de Viridiana, o el humor negro a lo Berlanga de El Verdugo, así como, en los múltiples pasajes en que le brota la vena satírica, la lúcida sorna de Rafael Azcona.
Aunque no siempre —existen planos de una musculosa contundencia dramática—, los episodios “trágicos” suelen aparecer vestidos de carnaval, por arte y gracia de un Nicanor lúdico-lúcido, que encarna el componente de “homo ludens” de su biografía.
3.3. Neorrenacentismo. Frente a éste, o acaso de la mano, coexiste otro atributo de Nicanor, el de “homo faber”, quizás el más conspicuo para quienes creemos conocerle: el del personaje renacentista, interesado en todo, y cuando lo consigue, apeteciendo aún más: los obstáculos son contemplados como retos y las barreras, puentes conducentes a otra dimensión. “Cuando una puerta se cierra, otra se abre”, reza una inscripción tallada en el palacio de los Dávila… en Ávila, obviamente. Nicanor las quiere todas, y abiertas de par en par. Por eso incursiona —no me sustraigo al repulsivo vocablo— en el universo experimental, desde el campo informático o de la imagen, al deportivo, fotográfico, enológico, “terrícola” o submarino. Y, por fortuna, encima de todos esos mundos, el de la escritura, donde irrumpe con este libro fornido de nervio y certero de verbo; un libro, en suma, prometedor.
Resta un rasgo que no quisiera obviar, y es el del Nicanor humano e idealista dentro de la vertiente neorrenacentista a que aludo; el comprometido con los grandes idearios sociales, que le lleva a solidarizarse con el pueblo saharaui y tomar en conmovedor préstamo una exquisitez humana de la Hamada, acogiéndola como su tercera hija. Por supuesto, con la consentida “complicidad” de sus otras tres exquisiteces.
A la luz de esta dimensión neorrenacentista de Nica se enmarca la duplicidad clónica entre el personaje de Aniceto Sanromán y el propio autor, “alter-ego” el fabulado del fabulador, en palabras de JuanRa Santos. Utilizaré, en un intento de visualizar pictóricamente el concepto, el truco estilístico de Rafael Alberti con que describía el cubismo de Picasso. Parafraseo: “Dijo Aniceto un día: hoy tengo un nombre nuevo: me llamo Aniceto Nicanor Gil Sanromán”. Los lectores, adictos o potenciales, captarán la analogía, sin duda.
Este Nicanor-Aniceto, entusiasta por las vanguardias científicas, se perfila como el contrapunto de aquel Unamuno protestón y cascarrabias, que profería: "Me cago en el vapor, la electricidad y en los sueros inyectados."
4. Transición.
Punto seguido, camino de la conclusión. Para quienes aún no hayan adquirido el libro, les insto a que lo hagan. Disfrutarán con lo que encuentren, desde la dedicatoria hasta la Nota final, donde pululamos, nominados incluso, un puñado de amigos. Les sorprenderán, cuando menos se lo esperen, piruetas estilísticas como la definición de “ateo, apátrida y revolucionario”, aplicada al tío Marcial Rosales, que emula el precedente clásico del Marqués de Bradomín: “feo, católico y sentimental”.
Sobrevuela la obra una complacida fluidez de estilo cinematográfico, insisto, que recorre eléctricamente las diversas secuencias y que a mí, personalmente, me arrastró por empatía, acabada la lectura, a compartir unos vinos pecadores con el asimétrico binomio del Moro y el Frailón, apostatando con diurnidad y alevosía de la exhumación del cuerpo incorrupto de don Cipriano, el cura.
5. Conclusión.
Llegado a este punto, me asalta la sospecha de que tal vez la mejor crítica de una obra de arte consista, siguiendo los cánones de Ihab Hasan, en contemplarla… y callar, interiorizando la vivencia en el oratorio del espíritu, lo que él denomina “metáforas del silencio”.
Por lo general, el mutismo tras la lectura indica la peor crítica de una obra. Pero, hay lectores a quienes les/nos sucede lo contrario. Frente a la violencia de la expresión, prefieren enmudecer, presas del ensalmo, una versión de crítica estética más allá, no más acá, de lo verbal, y que en inglés se define como “a pregnant pause”, una pausa preñada. Con una coincidencia casi milagrera también, Manuel Vicent asoma el pasado domingo a EL PAÍS y, ladino como de costumbre, puntualiza que el presunto desmayo místico se conoce clínicamente como síndrome de Stendhal. Pues bien; callen, si así lo sienten, o, en todo caso, hagan oídos, no sordos sino amplificados, a la querencia inoculada por una primera lectura y embárquense de nuevo en las Historias de Villa Germelina. No lo duden, yo lo hice y salí ganando.
Ahora sí concluyo:
Reitero la gratitud por el gesto de Nica, que a él le honra y a mí me azora, de brindarme la presentación de su primer libro justo en su “puebla” natal, que es algo así como proponerme la ceremonia iniciática del bautizo de la criatura. De modo, que, por obra y gracia del padrinazgo, deseo a mi ahijado una venturosa trayectoria vital, y al progenitor, en mi calidad de padrino, le auguro, te auguro una nutrida prole en el porvenir, compadre.
Cierro con un diálogo, evocando a Ortega, mi personal gurú stendhaliano.
— ¿Algo que añadir: eficacia expresiva, imágenes brillantes, fraseo ágil, guiños de homenaje a colegas escritores, como Gonzalo Hidalgo Bayal, o JuanRa Santos, algo…?
Con gesto de dignidad ofendida:
— Caballero, siempre queda todo por decir.
Bien; pues para ello, como nadie, el autor.
Antes de arrancar, permítaseme agradecer al autor la gentileza de invitarme a presentar la obra en el preciso, a más de precioso, lugar donde debió gestarse en origen, con sus mujeres —las mujeres de Nicanor, que aparecen en la dedicatoria—oficiando de testigos; el selecto auditorio presente y, acaso, con algún Plácido, un Marcial Rosales, una Amalia, o el descendiente anónimo de un tatarabuelo germelino, camuflado entre el público; todo lo cual, os aseguro, no deja de producir una ligera intimidación.
Mi gratitud viene determinada, no sólo por lo que supuso el gozo literario de profundizar en la obra y convertirme pasajeramente en un nicanorista empedernido, sino por cuanto he aprendido, a la hora de documentarme sobre un tramo histórico crónicamente opacado en los Programas de Bachillerato de mi ciclo escolar, en el cual jamás pasábamos de la Guerra de la Independencia.
2. Respecto a lo que podríamos denominar Geometría de la obra, digamos, de principio, que el entramado de historias que enhebra los nueve capítulos de V.G. discurre en los “tiempos revueltos” de las Guerras Carlistas y de la Guerra y postguerra Civil. ¿El lugar? Inubicuo o, en todo caso, compartido a partes iguales entre Azuaga, Plasencia y Guadalupe.
Añadamos que el topónimo Germelina se inserta en la ya larga serie de Bredas, Muranias, Máginas y Ciconias de precedentes y consagradas glorias literarias de la alta Extremadura, deudoras, a su vez, de las Vetustas, Comalas, Macondos, Santa-Marías y la impronunciable Yoknapatawpha de Faulkner. Un punto, sin embargo, a favor de Germelina: su eufonía de carillón, que convierte el título en musical reclamo.
El libro viene estructurado en dos partes: una…, por azares de impresión, “tetralogía” de Mujeres fuertes —de manifiesto trasfondo bíblico—, que en realidad es trilogía, seguida de cinco Milagros, y un epílogo, que, al igual que la supuesta tetralogía, tampoco responde al epílogo clásico, puesto que viene apostillado por un postrer Milagro. Argucias de este cariz, juguetonas con el lector y revestidas de un formato u otro a lo largo de la obra, constituyen, a mi parecer, un divertimento, una faena torera muy del gusto del autor.
Un pulso narrativo cinematográfico aguanta el riesgo de la discontinuidad entre ambas partes. A un plano de las Mujeres suele corresponder un contraplano en los Milagros, logrando, mediante esta fórmula, dotar a la obra de una sólida tridimensionalidad.
3. Rasgos.
Nicanor Gil —Nica para quienes nos honramos con su amistad— apunta maneras de buen escritor. Por imposición del tiempo, destaco sólo, entre otros posibles, tres rasgos, que ilustran su línea creativa:
3.1. De los trópicos y subtrópicos latinos recala en Villa Germelina, de manos de Nicanor, un realismo mágico versión cimarrona, cantonal, villuercana, si me apuran, acomodando la definición de Elisabeta Gracci —realismo mágico = onírica + taumaturgia, + dos gotitas de paranoia— al solar de Villa Germelina? Para ilustrar a los lectores neófitos, un puñado de ejemplos, al azar:
— una Charca que vomita galeras genovesas, devuelve soldados “filipinos”, como la ballena de Jonás —nuevo préstamo bíblico—,o se traga hombres desechos —de deshacer, de desechar— por el amor, …
— la estampa, más que lúgubre, de mustia languidez existencial, de la anciana partera Máxima, esperando, escrupulosamente amortajada, a la Muerte cada 30 de septiembre, fiesta de San Jerónimo; cuadro que evoca con la plasticidad tridimensional mencionada, si bien en clave singular, el —éste sí, macabro— bazar de ataúdes en San Andrés de Teixido, el 8 del mismo mes.
— el siniestro doblar de las campanas de la Villa, presagiando el maleficio de una muerte anunciada,
— e innumerables más: la lluvia de vino en el Milagro homónimo; o, anclados al Milagro de don Cipriano, la bandada de estorninos, híbridos parientes de los que rondaban sin cesar a José en la Balsa de Saramago o de aquellos homicidas de Hitchcock.
Pero, entre las enumeradas y similares metáforas, se cuela, milagro arriba, milagro abajo, la sonrisa sardónica del autor. Lejos de la zozobra dramática de “Los pájaros”, revierto a Hitchcock, o de la prosopopeya de los prodigios canónicos, los Milagros de Nicanor operan en un registro iconoclasta, callejeril y agrario, mucho más emparentado que con los antedichos prototipos, a mi juicio, con la dionisíaca milagrería latina de un Gauchito Gil argentino —Gil, como Nicanor—, asaltante de caminos antaño, hoy elevado a los altares por aclamación popular. El barrido fílmico de los ciento cincuenta mil devotos desbordando su santuario cada 8 de Enero bien podría haberse extraído de un episodio de Villa Germelina.
El manejo narrativo que imprime Nicanor a los milagros no remite a apocalipsis, sino a carnaval. Lo cual no equivale a decir que por el fondo de la charca Tragahombres, como por el burdel de Micaela-Judit-Magdalena (triple mujer en una sola; todas lo son), así como por la calle de la Amargura, o la taberna del Chato no desfile, trascendiendo las coordenadas geográficas de la villa, el grueso de la especie humana, con sus luces y sus sombras, como si retratara los relieves historiados de un retablo del maestro Rodrigo Alemán, un espécimen tan socarrón y sinvergüenza —dejémoslo en transgresor a secas— como el propio Nica.
3.2. El humor. En los relatos de Nica, ya lo he apuntado, no opera lo medroso, o, por mejor decir, lo misterioso viene profanado por un subliminal sentido del vacile, convirtiendo algunos de los pasajes más “gore”, en una suerte de esperpéntica danza de la muerte, extraída de un capitel tardomedieval. Lo llamaremos afilada ironía, un rasgo que fluye por las páginas de la Villa, a tramos irreverente y, en alguna instancia, hasta gamberro y carpetovetónico (la capadura del legionario, “a tornillo” como los besos, o la bronca de los chiquillos, Frailón y Moro, abruptamente zanjada por el castigo clerical de don Cipriano, lastrándoles las manos en cruz con la Summa Theologica, sirven de ejemplos). En algún pasaje, Nicanor roza la truculencia, muy en consonancia con el gusto hispano por lo hiperbólico, rescatando al Buñuel blasfemo de Viridiana, o el humor negro a lo Berlanga de El Verdugo, así como, en los múltiples pasajes en que le brota la vena satírica, la lúcida sorna de Rafael Azcona.
Aunque no siempre —existen planos de una musculosa contundencia dramática—, los episodios “trágicos” suelen aparecer vestidos de carnaval, por arte y gracia de un Nicanor lúdico-lúcido, que encarna el componente de “homo ludens” de su biografía.
3.3. Neorrenacentismo. Frente a éste, o acaso de la mano, coexiste otro atributo de Nicanor, el de “homo faber”, quizás el más conspicuo para quienes creemos conocerle: el del personaje renacentista, interesado en todo, y cuando lo consigue, apeteciendo aún más: los obstáculos son contemplados como retos y las barreras, puentes conducentes a otra dimensión. “Cuando una puerta se cierra, otra se abre”, reza una inscripción tallada en el palacio de los Dávila… en Ávila, obviamente. Nicanor las quiere todas, y abiertas de par en par. Por eso incursiona —no me sustraigo al repulsivo vocablo— en el universo experimental, desde el campo informático o de la imagen, al deportivo, fotográfico, enológico, “terrícola” o submarino. Y, por fortuna, encima de todos esos mundos, el de la escritura, donde irrumpe con este libro fornido de nervio y certero de verbo; un libro, en suma, prometedor.
Resta un rasgo que no quisiera obviar, y es el del Nicanor humano e idealista dentro de la vertiente neorrenacentista a que aludo; el comprometido con los grandes idearios sociales, que le lleva a solidarizarse con el pueblo saharaui y tomar en conmovedor préstamo una exquisitez humana de la Hamada, acogiéndola como su tercera hija. Por supuesto, con la consentida “complicidad” de sus otras tres exquisiteces.
A la luz de esta dimensión neorrenacentista de Nica se enmarca la duplicidad clónica entre el personaje de Aniceto Sanromán y el propio autor, “alter-ego” el fabulado del fabulador, en palabras de JuanRa Santos. Utilizaré, en un intento de visualizar pictóricamente el concepto, el truco estilístico de Rafael Alberti con que describía el cubismo de Picasso. Parafraseo: “Dijo Aniceto un día: hoy tengo un nombre nuevo: me llamo Aniceto Nicanor Gil Sanromán”. Los lectores, adictos o potenciales, captarán la analogía, sin duda.
Este Nicanor-Aniceto, entusiasta por las vanguardias científicas, se perfila como el contrapunto de aquel Unamuno protestón y cascarrabias, que profería: "Me cago en el vapor, la electricidad y en los sueros inyectados."
4. Transición.
Punto seguido, camino de la conclusión. Para quienes aún no hayan adquirido el libro, les insto a que lo hagan. Disfrutarán con lo que encuentren, desde la dedicatoria hasta la Nota final, donde pululamos, nominados incluso, un puñado de amigos. Les sorprenderán, cuando menos se lo esperen, piruetas estilísticas como la definición de “ateo, apátrida y revolucionario”, aplicada al tío Marcial Rosales, que emula el precedente clásico del Marqués de Bradomín: “feo, católico y sentimental”.
Sobrevuela la obra una complacida fluidez de estilo cinematográfico, insisto, que recorre eléctricamente las diversas secuencias y que a mí, personalmente, me arrastró por empatía, acabada la lectura, a compartir unos vinos pecadores con el asimétrico binomio del Moro y el Frailón, apostatando con diurnidad y alevosía de la exhumación del cuerpo incorrupto de don Cipriano, el cura.
5. Conclusión.
Llegado a este punto, me asalta la sospecha de que tal vez la mejor crítica de una obra de arte consista, siguiendo los cánones de Ihab Hasan, en contemplarla… y callar, interiorizando la vivencia en el oratorio del espíritu, lo que él denomina “metáforas del silencio”.
Por lo general, el mutismo tras la lectura indica la peor crítica de una obra. Pero, hay lectores a quienes les/nos sucede lo contrario. Frente a la violencia de la expresión, prefieren enmudecer, presas del ensalmo, una versión de crítica estética más allá, no más acá, de lo verbal, y que en inglés se define como “a pregnant pause”, una pausa preñada. Con una coincidencia casi milagrera también, Manuel Vicent asoma el pasado domingo a EL PAÍS y, ladino como de costumbre, puntualiza que el presunto desmayo místico se conoce clínicamente como síndrome de Stendhal. Pues bien; callen, si así lo sienten, o, en todo caso, hagan oídos, no sordos sino amplificados, a la querencia inoculada por una primera lectura y embárquense de nuevo en las Historias de Villa Germelina. No lo duden, yo lo hice y salí ganando.
Ahora sí concluyo:
Reitero la gratitud por el gesto de Nica, que a él le honra y a mí me azora, de brindarme la presentación de su primer libro justo en su “puebla” natal, que es algo así como proponerme la ceremonia iniciática del bautizo de la criatura. De modo, que, por obra y gracia del padrinazgo, deseo a mi ahijado una venturosa trayectoria vital, y al progenitor, en mi calidad de padrino, le auguro, te auguro una nutrida prole en el porvenir, compadre.
Cierro con un diálogo, evocando a Ortega, mi personal gurú stendhaliano.
— ¿Algo que añadir: eficacia expresiva, imágenes brillantes, fraseo ágil, guiños de homenaje a colegas escritores, como Gonzalo Hidalgo Bayal, o JuanRa Santos, algo…?
Con gesto de dignidad ofendida:
— Caballero, siempre queda todo por decir.
Bien; pues para ello, como nadie, el autor.
Por sus palabras los conoceréis.
¡Cómo no iba a emocionarme!
Gracias amigo